Sentada frente a la plaza principal,
guardo la pelota que olvidó un niño. Hace frío, traigo una garrita que me cubre el pecho,
es de noche y parece que la gente se prepara para dormir.
En este lugar disfruto mi soledad en una taza de té.
Té chai, mi preferido.
Enciendo un cigarrillo, mientras un viejito con sombrero se detiene frente a mi,
me pregunta: can I sit with you?,
sin pensarlo, le digo: claro, ¿porqué no?...
Nuestra conversación (o su monólogo) se ha basado en las historias de su hijo Alberto que vive en Montreal.
Él viene durante el invierno a disfrutar el sol, como muchos.
Después de unos minutos, aparece un niño descolorido con respiración agitada,
tomando la pelota que estaba a mi lado y, sin decir una palabra, se esfuma con el humo del cigarro.
El día sugería para mi, no conocer nada ni a nadie,
pero estos equipales del coffee hour, siempre invitan a tomar algo.
De todo lo demás se encarga la vida o las coincidencias o la comunicación o la gente,
o una mezcla harinosa de las cuatro.
Me enamoro cada día más de este lugar,
lleno de personajes, de aromas, de conversaciones, de sabores, de quietud,
de caras que no había visto antes; que conozco y que todavía no.
Mis manos se enfrían mientras escribo las últimas letras del día. Mi té también,
pero lo sigo disfrutando como si fuera el más caliente.
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