Amada por los que la conocemos, amante de los que engendrados fuimos también por ella.
Capricho del tiempo y de la luna. Cortejo olímpico y terrenal.
Manceba de los que sólo en ella conciliamos y reconciliamos al mundo.
Es de nosotros, de todos los que escuchamos su música de fondo y jugamos bajo sus sábanas. Y le cantamos, le rezamos, le lloramos y le escribimos como si no fuera haber un mañana.
La noche siempre llega y se va quedando sutilmente en el té, escondida en el libro, en los rincones de la taza de café, en el bolígrafo, en la punta de la lengua, en los diálogos vacíos de los que pasan, en los papeles sobre el escritorio, en el numerito que prende y apaga de el estúpido microondas, en el ruido lejano de los coches, en el plato sucio sobre la mesa, en las sirenas y en las ambulancias, en las lámparas, en los funerales, en los estadios y en los baños de las casas, en las mochilas, en la sangre que salpica los caminos, en todos los No que encerrados en la mente y en todos los Sí que no se pronunciaron.
Ella llega siempre para recordarnos que el día es el ejemplo más ingrato de la vida... él, quien nos hace ver al mundo sin anteojos y nos obliga a cargar una máscara de ropas sin sentido. El día es a quien esperamos dormidos. Y ella está aquí para acompañarnos, para darnos un beso en el calor del silencio. Ella está aquí para decirnos que su amor es tan grande que ni siquiera podemos verlo.
Ella nos mira, nos cuida, nos cocina esa forma intangible de conocer lo que no vemos. Nos da la oscuridad para poder ver nuestros adentros.
Ella humildemente mima también a los que la maltratan, cubre de caricias a los que la ignoran.
Ella es la eminente confidente que todo lo entrega.
La bella noche. Madre del mundo. Majestuosa como el cabello de una Diosa. La palabra Amor.
Para mi amada y hermosa madre.